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LOS CONVULSOS 60 (IV): CON MANCINI EMPIEZA LA FIESTA

10/06/2019 | Por: Conrado Xalabarder
HISTORIA

Capítulo anterior: Los convulsos 60 (III): Entre lo épico y lo íntimo

Si en la década anterior North o Bernstein habían abierto nuevas sendas en este medio, la llegada de Henry Mancini supuso una revolución en todos los sentidos. Mancini siempre entendió que la música, además de cumplir con sus propósitos fílmicos, podía ser vendible y, así, se convirtió en el primero que comercializó ampliamente sus propias composiciones en formato discográfico. Buena parte de su obra fue construida a partir de criterios comerciales, lo que no le restó valor como instrospector en el argumento o en los personajes. Su vena comercial era evidente: por citar un ejemplo, en Experiment in Terror (62), el tema que inicia la edición discográfica es escuchado breves segundos en el filme y desde la radio de un coche. Y es que, para este autor, hubo dos medios bien diferentes de expresión: uno era la película y otro su consecuencia: la segura venta en disco. No toda su obra discurrió en estos parámetros, naturalmente, y su variedad de formas dentro de una misma tendencia fue lo suficientemente amplia como para considerarle especialmente singular y único.

Había empezado en la Universal de los cincuenta, como arreglista, orquestador, supervisor o compositor, tratando un amplio abanico de géneros. De entre ellos, resaltó en el terror y la ciencia-ficción, aprovechando esta etapa para cultivarse en el terreno de la orquestación, adquiriendo experiencia y habilidad para mezclar estilos. Su gran oportunidad llegó de la mano de Orson Welles y Touch of Evil (57), donde su ingenioso tema inicial se sustentó en el “tic-tac” producido por un reloj/bomba, al que se incorporaron diferentes percusiones hasta llegar a la provocadora melodía liderada por el saxo, todo acompañando uno de los planos-secuencia más famosos de todos los tiempos.

Pese a su buen hacer, fue súbitamente despedido afrontando un período de desempleo que resultó ser muy breve, gracias al hombre con el que hizo historia, Blake Edwards, que consolidaría uno de los binomios más entrañables de cuantos hayan habido entre músico y director. El combinado ofrecido por ambos lo iniciaba Mancini, con una introducción en los créditos, un precalentamiento efectivo para preparar el ambiente en el que se iban a desenvolver los personajes. Breakfast at Tiffany's (61) fue el primero, en el que incidió en el carácter alegre y festivo de sus extravagantes personajes, creando una música dinámica y variada, innovadora para la época y con un ritmo que fue una buena presentación de la nueva década. En la misma línea estuvo Hatari! (61), donde exploró con su música la sabana africana mostrada por Howard Hawks, dotándola de ritmos cálidos sin alejarse de su reconocible personalidad y creando la descripción sonora de las travesuras de un pequeño elefante, en uno de los temas más famosos en la historia de la banda sonora: el Baby Elephant Walk. Más festivas fueron Charade (63), con la que comenzó su breve pero significativa colaboración con Stanley Donen, o The Pink Panther (64), una de las músicas más conocidas de cuantas se hayan compuesto para el cine y le permitió alcanzar una extraordinaria popularidad.

Trabajó en otras películas cómicas de Edwards, como The Great Race (65) o The Party (68), y con Stanley Donen volvió en Arabesque (66) y Two for the Road (67), con un tema de amor imperdurable que acompañó uno de los más entrañables viajes al interior de una pareja y que fue una de sus creaciones más bellas.

Su éxito y la comercialidad de su música abrió la posibilidad de que otros que escribían pop, jazz o música ligera encontraran su espacio en las películas importantes del período y, con esa opción abierta, dar a conocer también otras clases de música que escribían. Uno fue Frank DeVol quien, aunque no obtuvo en vida el reconocimiento que merecía, pudo desarrollar una interesante labor en comedias sentimentales como Pillow Talk (59) o Guess Who’s Coming to Dinner (67), pero tuvo más que ofrecer que bonitas músicas y lo demostró en su asociación con el director Robert Aldrich, en filmes con partituras dramáticas como What Ever Happened to Baby Jane? (62) Hush... Hush, Sweet Charlotte (64) o la espectacular The Dirty Dozen (67). Tampoco fue suficientemente valorado Neal Hefti, a pesar de que mostró gran solvencia y elegancia en bandas sonoras frescas y ligeras, como las de Harlow (65) o The Odd Couple (68), pero al menos tuvo más suerte en la televisión, como le sucedió a Nelson Riddle, quien había hecho bandas sonoras importantes como Lolita (62), de Stanley Kubrick. Y este grupo de compositores de menor popularidad lo debe cerrar Johnny Mandel, que había conocido las mieles del éxito gracias a la partitura jazzística de I Want to Live! (58) y quien tuvo un nuevo triunfo con la romántica The Sandpiper (65), de Vincente Minnelli, y también con la comedia M*A*S*H (70), de Robert Altman.

Mayor reconocimiento obtendría Quincy Jones, el primer compositor afroamericano importante del cine norteamericano, con sus ritmos jazz y pop, típicos de la década, en Walk, Don’t Run (66) o The Italian Job (69), pero que también empleó un jazz serio y dramático en filmes tan importantes como In the Heat of the Night (67) y especialmente en In Cold Blood (67) que le avaló como uno de los autores más interesantes de la época. Otro compositor afroamericano, Herbie Hancock, tuvo éxito con el filme de Michelangelo Antonioni Blow-Up (66), pero en lo sucesivo trabajaría muy ocasionalmente en el medio cinematográfico.

Si hubo alguien que rivalizó con Mancini fue Burt Bacharach, autor de canciones que conocerían fabulosas ventas y obtendrían innumerables premios. En el cine su labor fue limitada y el grueso de su obra se ubicó en esta década, en títulos en los que recurrió a un amplio registro estilístico que iba desde melodías románticas hasta el pop y el jazz, como en What’s New, Pussycat? (65) o Casino Royale (67) pero su mayor éxito fue el western Butch Cassidy and the Sundance Kid (69), donde incorporó la música pop. Otros dos compositores que serían muy importantes a partir de los setenta comenzaron en los sesenta con música ligera, el jazz o el pop: uno fue Dave Grusin, con sus partituras para Divorce, American Style (67) y The Graduate (67), si bien en este caso su música fue anegada por las canciones de Simon y Garfunkel; el otro fue John Williams, quien unos años después comenzaría a dominar durante décadas en la música de cine. En esta época trabajó en adaptaciones de musicales y escribió música ligera en diversos filmes: How to Steal a Million (66) o Fitzwilly (67), entre otras. Cerró la década, sin embargo, con un poderoso western, The Reivers (69), con un cariz festivo y alegre.

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